«Introibo ad
altare Dei. Ad Deum qui laetificat
juventutem meam. Entraré al altar de Dios. Al Dios, que es la alegría de mi juventud»
El
libro del Éxodo nos cuenta que, cuando Moisés bajó del monte Sinaí, donde había estado conversando con Dios -y le había dado, por segunda vez, las tablas de la
Ley escritas por su propia mano- «su rostro se había vuelto resplandeciente,
por haber hablado con el Señor»[1],
hasta el punto de que tuvo que tapárselo con un velo.
Hace
unos días tuve ocasión de comprobar como un encuentro personal con Dios es
capaz de mudar el rostro humano y hacer que resplandezca. Fue en la misa de conclusión
de un retiro para jóvenes «Effetá», en la parroquia madrileña de Nuestra Señora
del Buen Suceso. Mientras esperábamos el comienzo de la misa de la tarde, mi
tercera hija, junto con varias decenas de jóvenes más, irrumpía a media tarde
del domingo por el pasillo, abrazada a otros jóvenes, cantando con enérgicos gritos,
y todos con el rostro transmutado de felicidad e iluminado por una sonrisa
indeleble. Estos jóvenes pudieron, de algún modo, satisfacer el profundo deseo
de todo hombre que tan bien expresa el Salmo 42: «Como ansía la cierva las
corrientes de agua, así te ansía mi alma, Dios mío. Mi alma está sedienta de
Dios, del Dios vivo. ¿Cuándo podré ir a ver el rostro de Dios?»
Venían
de experimentar (el verbo advertir se queda muy corto) que Dios, nuestro Padre
y creador y Señor de todas las cosas, ama a cada uno de ellos entrañablemente.
Nos ama a cada uno de nosotros de forma total, radical y absoluta. Y constatar
esa pasmosa realidad, no puede ser sino fuente de una alegría inmensa, inacabable,
que no es otra cosa que la Gracia de Dios, que es capaz de transformar nuestra
vida.
La
frase del misal de San Juan XXIII que encabeza estas líneas, es expresiva de
cuanto decimos. Con ella comenzaba la misa de los catecúmenos, basada en el
salmo 43, y servía para preparar el alma para ese acercamiento al «altar de
Dios, al Dios de mi alegría y de mi gozo».
La
incesante y anhelante búsqueda de la felicidad del ser humano, tan maliciosamente
errada en tantas ocasiones, sobre todo en nuestra cultura occidental de
búsqueda de un placer inmediato y banal, de quien la juventud es la principal
víctima, sólo puede llegar a buen puerto en Jesús, a quien su Iglesia nos
presenta a diario. Sólo en el amor de Dios encontramos el modo de apagar esa
sed de totalidad que enmarca al alma humana.
La
palabra de Dios nos enseña, y nosotros rezamos en el Credo (es el título de
este Blog), que, al cumplirse la plenitud de los tiempos, Dios se hizo hombre. Y
ser conscientes de ello es lo que nos hace estar vivos y despertar a la verdad
y a la totalidad: «Expergiscere, homo:
quia pro te Deus factus est homo», «Despierta, hombre, pues por ti Dios
se hizo hombre»[2].
Estas
decenas de jóvenes -y otros centenares o miles más- se han dado cuenta de la
Verdad del Amor que Dios nos tiene y han creído en él.