sábado, 13 de marzo de 2021

La alegría de la juventud

 





«Introibo ad altare Dei. Ad Deum qui laetificat juventutem meam. Entraré al altar de Dios. Al Dios, que  es la alegría de mi juventud»

 

El libro del Éxodo nos cuenta que, cuando Moisés bajó del monte Sinaí, donde había estado conversando con Dios -y le había dado, por segunda vez, las tablas de la Ley escritas por su propia mano- «su rostro se había vuelto resplandeciente, por haber hablado con el Señor»[1], hasta el punto de que tuvo que tapárselo con un velo.

 

Hace unos días tuve ocasión de comprobar como un encuentro personal con Dios es capaz de mudar el rostro humano y hacer que resplandezca. Fue en la misa de conclusión de un retiro para jóvenes «Effetá», en la parroquia madrileña de Nuestra Señora del Buen Suceso. Mientras esperábamos el comienzo de la misa de la tarde, mi tercera hija, junto con varias decenas de jóvenes más, irrumpía a media tarde del domingo por el pasillo, abrazada a otros jóvenes, cantando con enérgicos gritos, y todos con el rostro transmutado de felicidad e iluminado por una sonrisa indeleble. Estos jóvenes pudieron, de algún modo, satisfacer el profundo deseo de todo hombre que tan bien expresa el Salmo 42: «Como ansía la cierva las corrientes de agua, así te ansía mi alma, Dios mío. Mi alma está sedienta de Dios, del Dios vivo. ¿Cuándo podré ir a ver el rostro de Dios?»

 

Venían de experimentar (el verbo advertir se queda muy corto) que Dios, nuestro Padre y creador y Señor de todas las cosas, ama a cada uno de ellos entrañablemente. Nos ama a cada uno de nosotros de forma total, radical y absoluta. Y constatar esa pasmosa realidad, no puede ser sino fuente de una alegría inmensa, inacabable, que no es otra cosa que la Gracia de Dios, que es capaz de transformar nuestra vida.

 

La frase del misal de San Juan XXIII que encabeza estas líneas, es expresiva de cuanto decimos. Con ella comenzaba la misa de los catecúmenos, basada en el salmo 43, y servía para preparar el alma para ese acercamiento al «altar de Dios, al Dios de mi alegría y de mi gozo».

 

La incesante y anhelante búsqueda de la felicidad del ser humano, tan maliciosamente errada en tantas ocasiones, sobre todo en nuestra cultura occidental de búsqueda de un placer inmediato y banal, de quien la juventud es la principal víctima, sólo puede llegar a buen puerto en Jesús, a quien su Iglesia nos presenta a diario. Sólo en el amor de Dios encontramos el modo de apagar esa sed de totalidad que enmarca al alma humana.

 

La palabra de Dios nos enseña, y nosotros rezamos en el Credo (es el título de este Blog), que, al cumplirse la plenitud de los tiempos, Dios se hizo hombre. Y ser conscientes de ello es lo que nos hace estar vivos y despertar a la verdad y a la totalidad: «Expergiscere, homo:  quia pro te Deus factus est homo», «Despierta, hombre, pues por ti Dios se hizo hombre»[2].

 

Estas decenas de jóvenes -y otros centenares o miles más- se han dado cuenta de la Verdad del Amor que Dios nos tiene y han creído en él.

 



[1] Ex 34, 29

[2] San Agustín, Discurso 185

martes, 2 de junio de 2020

Nuestra esperanza es el Amor que Dios nos tiene (I)




Dedicado a mis queridos amigos Miguel Pelaéz y Helena Vaquero.

En esta entrada me dispongo a dar razón de nuestra Esperanza, en estos tiempos impíos en los que cualquier esperanza humana nos aparece como un conato baldío y triste[1].
El Papa emérito Benedicto XVI ve una especie de formulación sintética de toda la existencia cristiana en esta frase el evangelista San Juan: «Nosotros hemos conocido el amor que Dios nos tiene y hemos creído en él.».[2]
Por las especiales circunstancias que han determinado nuestro modus vivendi estos últimos dos meses y medio, creo que todos hemos profundizado en nuestra vida cristiana[3], orando más tiempo, y con más calidad. Por lo menos ese ha sido mi caso.
Durante este tiempo ha habido varias situaciones en las que me he sentido hondamente conmovido, como en aquel impresionante «momento extraordinario de oración en tiempos de epidemia presidido por el santo padre Francisco», del pasado 27 de marzo, en el que un papa completamente solo en la Puerta de Filarete o puerta central de la Basílica de San Pedro, teniendo a su derecha del Cristo milagroso de San Marcelo, elevaba la Santa Custodia cubierto con el paño de hombros, en aquella tarde fría y lluviosa, suplicando la misericordia de Dios.
Asimismo, para mi constituyó una fuente de conocimiento, y de estremecimiento, determinadas escenas de la película «La Pasión», de Mel Gibson. Ver esta película en Semana Santa se ha convertido ya en una tradición en mi familia, las niñas, por eso, preguntan desde días antes que cuando toca verla. Me tomé, además, le molestia este año de documentarme más sobre este largometraje, y para ello vi en YouTube la explicación de don Miguel Segura, LC, sacerdote joven que de algún modo participó en el rodaje, interviniendo en el doblaje al latín de los diálogos. Tuvo ocasión de hablar con Mel Gibson, el director, productor y guionista del filme, por lo que escuchar lo que cuenta enriquece mucho al espectador.
Pues bien, quedé impactado, sobre todo con la escena de la crucifixión, al darme cuenta de que Jesús es alguien incapaz de pensar en sí mismo, aún dentro de la tortura más atroz ni siquiera se siente ofendido, sino que en todo momento piensa quienes tiene al lado, suplicando el perdón de sus torturadores, prometiendo el paraíso a Dimas, condenado, como Él, dando a Juan a María como madre, y a Juan como hijo, preocupado por ella…
Me di cuenta, en ese momento de la película, de inmenso Amor que Dios tiene por el hombre, por mí. Está, realmente, «coladito» por mí, por cada uno de nosotros, nos quiere con locura, con verdadera pasión. Lo explica de modo magistral Benedicto XVI, en su carta encíclica Deus Caritas Est:
«El Dios único en el que cree Israel, sin embargo, ama personalmente. Su amor, además, es un amor de predilección: entre todos los pueblos, Él escoge a Israel y lo ama, aunque con el objeto de salvar precisamente de este modo a toda la humanidad.
Los profetas Oseas y Ezequiel, sobre todo, han descrito esta pasión de Dios por su pueblo con imágenes eróticas audaces. La relación de Dios con Israel es ilustrada con la metáfora del noviazgo y del matrimonio; (…)[4].
Y sigue diciendo:
«[El amor de Dios] se da del todo gratuitamente, sin ningún mérito anterior, sino también porque es amor que perdona. Oseas, de modo particular, nos muestra la dimensión del agapé en el amor de Dios por el hombre, que va mucho más allá de la gratuidad. Israel ha cometido «adulterio», ha roto la Alianza; Dios debería juzgarlo y repudiarlo. Pero precisamente en esto se revela que Dios es Dios y no hombre: «¿Cómo voy a dejarte, Efraím, cómo entregarte, Israel?... Se me revuelve el corazón, se me conmueven las entrañas. No cederé al ardor de mi cólera, no volveré a destruir a Efraím; que yo soy Dios y no hombre, santo en medio de ti» (Os 11, 8-9). El amor apasionado de Dios por su pueblo, por el hombre, es a la vez un amor que perdona. Un amor tan grande que pone a Dios contra sí mismo, su amor contra su justicia. El cristiano ve perfilarse ya en esto, veladamente, el misterio de la Cruz: Dios ama tanto al hombre que, haciéndose hombre él mismo, lo acompaña incluso en la muerte y, de este modo, reconcilia la justicia y el amor. (…)
Dios es en absoluto la fuente originaria de cada ser; pero este principio creativo de todas las cosas —el Logos, la razón primordial— es al mismo tiempo un amante con toda la pasión de un verdadero amor. (…) Por eso podemos comprender que la recepción del Cantar de los Cantares en el canon de la Sagrada Escritura se haya justificado muy pronto, porque el sentido de sus cantos de amor describe en el fondo la relación de Dios con el hombre y del hombre con Dios.»[5].
La famosa caracterización del amor con la enumeración de sus rasgos definitorios, que se lee en casi todas las misas de bodas («Ambicionad los carismas mejores…», es la primera carta del Apóstol San Pablo a los Corintios, 1 Co 12, 31-13, 8a, a la que también se conoce como himno de la Caridad) describe y se refiere al amor que Dios tiene al hombre. En este punto me parece una maravilla la Carta Encíclica Amoris Laetitia del Papa Francisco, que, en sus puntos 90 a 117 va desgranando cada una de las características del amor verdadero. Particularmente me gusta cuando habla de la paciencia («El amor es paciente. 1Co 13,4»):
«La primera expresión utilizada es makrothymei. La traducción no es simplemente que «todo lo soporta», porque esa idea está expresada al final del v. 7. El sentido se toma de la traducción griega del Antiguo Testamento, donde dice que Dios es «lento a la ira» (Ex 34, 6; Nm 14, 18). Se muestra cuando la persona no se deja llevar por los impulsos y evita agredir. Es una cualidad del Dios de la Alianza que convoca a su imitación también dentro de la vida familiar. Los textos en los que Pablo usa este término se deben leer con el trasfondo del Libro de la Sabiduría (cf. 11, 23; 12, 2.15-18); al mismo tiempo que se alaba la moderación de Dios para dar espacio al arrepentimiento, se insiste en su poder que se manifiesta cuando actúa con misericordia. La paciencia de Dios es ejercicio de la misericordia con el pecador y manifiesta el verdadero poder.»
Como vamos viendo, es precisamente en la cruz donde «puede contemplarse esta verdad [Dios es amor]. Y a partir de allí se debe definir ahora qué es el amor»[6]. Pero debemos dar un paso más: «Jesús ha perpetuado su entrega mediante la institución de la Eucaristía en la Última Cena»[7]. Aunque el tema del sacramento del amor es tan apasionante y extenso que no podemos ni siquiera esbozarlo, no está de más traer a colación estas palabras de Scott Hahn, porque nos permitirán enlazar con la segunda parte de este post:
«Fuimos hechos como criaturas de la tierra, pero fuimos hechos para el cielo, nada menos. Fuimos hechos en el tiempo, como Adán y Eva, pero no para permanecer en un paraíso terrenal, sino para ser llevados a la vida eterna de Dios mismo. Ahora, el cielo ha sido desvelado para nosotros con la muerte y resurrección de Jesucristo. Ahora se da la Comunión para la que Dios nos ha creado. Ahora, el cielo toca tierra y te espera. Jesucristo mismo te dice: «mira, estoy a la puerta y llamo; si alguno escucha mi voz y abre la puerta, entraré a él y comeré con él y él conmigo» (Apoc 3,20).».[8]



[1] Siempre he compartido la perplejidad de Francisco J. Contreras sobre la impiedad de nuestra sociedad occidental: «La hostilidad de la mentalidad dominante hacia el cristianismo no deja de presentar aspectos misteriosos. Pues el cristianismo es esencialmente una buena noticia, la mejor posible: si el cristianismo tiene razón, el ser no es una verruga absurda que le ha salido a la Nada, el hombre no es el subproducto accidental de combinaciones moleculares ciegas, la muerte no tiene la última palabra, la vida tiene un sentido y existe la posibilidad de la felicidad eterna junto a nuestro Creador (Desconcierta enormemente que este mensaje pueda ser odiado.». Contreras Peláez, Francisco J. Liberalismo, catolicismo y ley natural. Ediciones Encuentro. Madrid, 2013 Pp. 185.
[2] Benedicto XVI. Carta Encíclica Deus Caritas Est, introducción.
[3] En este artículo se comenta precisamente este fenómeno observado. Comienza así: «La sabiduría popular recoge como aserto que “algunos se acuerdan de Santa Bárbara cuando truena”. Y eso es lo que, con otras palabras, parece enunciar la profesora de Economía Jeanet Sinding Bentzen, de la Universidad de Copenhague, con su reciente estudio “En la crisis, rezamos: religiosidad y pandemia del Covid-19”. La investigadora documenta que las búsquedas en Google de la palabra oración (rezo, plegaria) se dispararon durante el mes de marzo, justo cuando el coronavirus empezó a golpear con mayor fuerza en Occidente.». ACEPRENSA. Con la pandemia, un refuerzo de la religiosidad. https://www.aceprensa.com/religion/fe/con-la-pandemia-un-refuerzo-de-la-religiosidad/
[4] Benedicto XVI. Carta Encíclica Deus Caritas Est, 9.
[5] Ibid. 10
[6] Ibid. 12
[7] Ibid. 13
[8] Hahn, Scott. La cena del Cordero. Ediciones Rialp, SA. Madrid, 2016. Pp. 204. Con estas palabras concluye el autor su fantástico opúsculo, en el que describe el libro del Apocalipsis en términos eucarísticos. La cita corresponde a la conclusión del libro. Poco antes afirmaba: «Cuando el cielo baja a la tierra, levantamos nuestro corazón para encontrarlo a mitad de camino. Ése es el esplendor de lo ordinario: el día a día se convierte en nuestra Misa. Así es como realizamos el Reino de Dios. Cuando empezamos a ver que el cielo nos espera en la Misa, empezamos ya a llevar nuestra casa al cielo. Y empezamos ya a llevarnos el cielo a casa.».

jueves, 14 de mayo de 2020

Una Madre, nuestra Madre


La Madre de América


Cómo me gustan y reconfortan las palabras que la Virgen de Guadalupe dijo al indio Juan Diego, en el cerro del Tepeya, el 12 de diciembre de 1531, en la cuarta ocasión en que Ella le honraba con su aparición:

«Oye y pon bien en tu corazón, hijo mío el más pequeño: nada te asuste, nada te aflija, tampoco se altere tu corazón, tu rostro; no temas esta enfermedad ni ninguna otra enfermedad o algo molesto, angustioso o doliente.

¿No estoy aquí yo, que soy tu Madre? ¿No estás bajo mi sombra y resguardo? ¿No soy yo la fuente de tu alegría? ¿No estás en el hueco de mi manto, en donde se cruzan mis brazos? ¿Tienes necesidad de alguna otra cosa?».


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miércoles, 6 de mayo de 2020

Introducción y propósito



C.S. Lewis
 
«Cuando al cristianismo se le despoja de todo sectarismo, lo que queda es una joya deslumbrantemente bella.».

C.S. Lewis. Mero Cristianismo.

Comienzo, en esta noche confinada, que hace ya, creo, la número 56, un nuevo Blog, en el que hablaré, esencialmente, de Dios, de Jesucristo, que es el Camino, la Verdad y la Vida, de mi fe, de mi religión, de mis tradiciones, de la liturgia católica, tesoro de belleza inmarcesible, y de todo lo que me haga feliz, me produzca Alegría, en los términos en que la describe quien firma la cita que encabeza este breve texto, el gran Clive Staples Lewis[1].

 1. Sobre el icono que aparece en la cabecera.

Se trata de La Santísima Trinidad, de Rublev. Sobre esta famosísima representación oriental trinitaria, que tanto me impresionó cuando la contemplé por primera vez, leemos en Aleteia.com:

«Estimadísimo tanto por cristianos de Oriente como de Occidente, la de Rublev es una de las imágenes más profundas de la Trinidad jamás producida.

(…) Este icono ruso es difícil de entender para los que no pertenecen a la tradición ortodoxa y a primera vista no parece representar a la Santísima Trinidad.

La escena central del icono proviene del libro de Génesis, cuando Abraham da la bienvenida a tres extranjeros en su tienda.

“Apareciósele Yahveh [a Abraham] en la encina de Mambré … Levantó los ojos y he aquí que había tres individuos parados a su vera. Como los vio acudió desde la puerta de la tienda a recibirlos, y se postró en tierra … Luego tomó cuajada y leche, junto con el becerro que había aderezado, y se lo presentó, manteniéndose en pie delante de ellos bajo el árbol” (Génesis 18, 1-8).

El icono de Rublev representa esta escena con tres ángeles, similares en apariencia, sentados alrededor de una mesa. En el fondo está la casa de Abraham, así como una encina que se encuentra detrás de los tres invitados.

Mientras que el icono representa esta escena en el Antiguo Testamento, Rublev utilizó el episodio bíblico para hacer una representación visual de la Trinidad que encaja dentro de las estrictas directrices de la Iglesia ortodoxa rusa.

El simbolismo de la imagen es complejo y pretende resumir las creencias teológicas de la Iglesia en la Santísima Trinidad. En primer lugar, los tres ángeles son idénticos en apariencia, lo cual corresponde a la creencia de la unidad de Dios en tres Personas. Sin embargo, cada ángel lleva una prenda diferente, trayendo a la mente cómo cada Persona de la Trinidad es distinta. El hecho de que Rublev represente a la Trinidad usando ángeles es también un recordatorio de la naturaleza de Dios, que es espíritu puro. Los ángeles son mostrados de izquierda a derecha en el orden en que profesamos nuestra fe en el Credo: Padre, Hijo y Espíritu Santo. El primer ángel lleva una ropa interior azul, que simboliza la naturaleza divina de Dios y una prenda púrpura exterior, apuntando a la realeza del Padre. El segundo ángel es el más familiar, ya que lleva la ropa típicamente usada por Jesús en la iconografía tradicional. El color carmesí simboliza la humanidad de Cristo, mientras que el azul es indicativo de su divinidad. La encina detrás del ángel nos recuerda el árbol de la vida en el Jardín del Edén, así como la cruz sobre la cual Cristo salvó al mundo del pecado de Adán. El tercer ángel lleva una prenda azul (divinidad), así como una vestidura verde por encima. El color verde apunta hacia la tierra y la misión de renovación del Espíritu Santo. El verde es también el color litúrgico usado en Pentecostés en la tradición ortodoxa y bizantina.

Los dos ángeles a la derecha del icono tienen una cabeza ligeramente inclinada hacia el otro, ilustrando el hecho de que el Hijo y el Espíritu vienen del Padre. En el centro del icono hay una mesa que se asemeja a un altar. Colocado sobre la mesa hay un tazón o cáliz de oro que contiene el ternero que Abraham preparó para sus invitados y el ángel central parece estar bendiciendo la comida. Todo eso nos recuerda el sacramento de la Eucaristía.

Aunque no es la representación más directa de la Santísima Trinidad, es una de las visualizaciones más profundas jamás producidas. En las tradiciones ortodoxa y bizantina permanece como la principal manera de representar al Dios Trino. El icono es incluso muy estimado en la Iglesia católica romana y es utilizado con frecuencia por los catequistas para enseñar a otros sobre el misterio de la Trinidad.

La Trinidad es un misterio y siempre lo será mientras estamos en la tierra. Sin embargo, a veces nos vislumbramos algo en la vida divina de Dios, y el icono de Rublev nos permite un breve segundo para mirar detrás del velo».

Puede encontrarse una información muy completa pinchando sobre el mismo icono.

   2. Sobre el título del Blog.

Qui propter nos hómines. «Que por nosotros los hombres». Es el comienzo de uno de los artículos de fe que rezamos semanalmente todos los católicos en el Credo: Qui propter nos hómines et propter nostram salútem descéndit de caelis. Et incarnatus est de Spíritu Sancto ex María Vírgine et homo factus est (las frases latinas están tomadas del misal, por eso llevan tildes). «Que por nosotros, los hombres, y por nuestra salvación, bajó del cielo, y por obra del Espíritu Santo, se encarnó de María, la Virgen, y se hizo hombre». Pertenece al símbolo[2] (o Credo) de Nicea-Cosntantinopla, y fue acuñado en el Concilio de Nicea de 325 y revisado en el de Constantinopla, de 381.

Es un resumen perfecto de la acción de Dios por los hombres, a quienes no dejó abandonados a su suerte cuando, en el ejercicio de nuestra libertad, del libre albedrío que nos hace humanos y semejantes a Dios, le dimos la espalda, y decidimos marchar por unos caminos que no eran los suyos. Y yo, cada vez que lo rezo, experimento una honda alegría.  

Intentaré dar en este Blog razón de mi fe, y de la felicidad que me proporciona creer en un Dios que es para mí un padre providente, y hacer partícipe a los lectores de la «consoladora certeza de la fe cristiana, a la cual ella debe su profunda humanidad y su extraordinaria sencillez». Son palabras estas de San Juan Pablo II, en su Carta Encíclica Veritaris Splendor, el Esplendor de la Verdad, de 6 de agosto de 1993. Y este es el motivo por el que la fe cristiana es tan extraordinariamente sencilla: «[porque] consiste fundamentalmente en el seguimiento de Jesucristo, en abandonarse a Él, en dejarse transformar por su gracia y ser renovados por su misericordia, que se alcanzan en la vida de comunión con su Iglesia.».

Imagen: https://cdn.britannica.com/24/82724-050-A1F9D0B9/CS-Lewis.jpg


[1] En su libro Cautivado por la Alegría. Historia de Mi Conversión, afirma que “Toda Alegría recuerda. No es nunca una posesión, sino siempre un deseo de algo más grande, o más lejano, o todavía «por ser».”
[2] La palabra símbolo viene del latín symbolum y este del griego σύμβολον (symbolon), signo, contraseña. Parece ser que, originariamente, el símbolo era un objeto partido en dos, del que dos personas conservaban cada uno una mitad, y que, si se unían, hacían posible reconocer a los portadores su compromiso o su deuda.