Dedicado a mis queridos amigos Miguel Pelaéz y Helena Vaquero.
En esta entrada me dispongo a
dar razón de nuestra Esperanza, en estos tiempos impíos en los que cualquier
esperanza humana nos aparece como un conato baldío y triste.
El Papa emérito Benedicto XVI ve
una especie de formulación sintética de toda la existencia cristiana en esta
frase el evangelista San Juan: «Nosotros hemos conocido el amor que Dios nos
tiene y hemos creído en él.».
Por las especiales
circunstancias que han determinado nuestro modus vivendi estos últimos dos
meses y medio, creo que todos hemos profundizado en nuestra vida cristiana, orando
más tiempo, y con más calidad. Por lo menos ese ha sido mi caso.
Durante este tiempo ha habido
varias situaciones en las que me he sentido hondamente conmovido, como en aquel
impresionante «momento extraordinario de oración en tiempos de epidemia
presidido por el santo padre Francisco», del pasado 27 de marzo, en el que un
papa completamente solo en la Puerta de Filarete o puerta central de la Basílica
de San Pedro, teniendo a su derecha del Cristo milagroso de San Marcelo, elevaba
la Santa Custodia cubierto con el paño de hombros, en aquella tarde fría y
lluviosa, suplicando la misericordia de Dios.
Asimismo, para mi constituyó una
fuente de conocimiento, y de estremecimiento, determinadas escenas de la
película «La Pasión», de Mel Gibson. Ver esta película en Semana Santa se ha
convertido ya en una tradición en mi familia, las niñas, por eso, preguntan
desde días antes que cuando toca verla. Me tomé, además, le molestia este año
de documentarme más sobre este largometraje, y para ello vi en YouTube la
explicación de don Miguel Segura, LC, sacerdote joven que de algún modo
participó en el rodaje, interviniendo en el doblaje al latín de los diálogos. Tuvo
ocasión de hablar con Mel Gibson, el director, productor y guionista del filme,
por lo que escuchar lo que cuenta enriquece mucho al espectador.
Pues bien, quedé impactado,
sobre todo con la escena de la crucifixión, al darme cuenta de que Jesús es
alguien incapaz de pensar en sí mismo, aún dentro de la tortura más atroz ni
siquiera se siente ofendido, sino que en todo momento piensa quienes tiene al
lado, suplicando el perdón de sus torturadores, prometiendo el paraíso a Dimas,
condenado, como Él, dando a Juan a María como madre, y a Juan como hijo,
preocupado por ella…
Me di cuenta, en ese momento de
la película, de inmenso Amor que Dios tiene por el hombre, por mí. Está,
realmente, «coladito» por mí, por cada uno de nosotros, nos quiere con locura,
con verdadera pasión. Lo explica de modo magistral Benedicto XVI, en su carta
encíclica Deus Caritas Est:
«El Dios único en el que
cree Israel, sin embargo, ama personalmente. Su amor, además, es un amor de
predilección: entre todos los pueblos, Él escoge a Israel y lo ama, aunque con
el objeto de salvar precisamente de este modo a toda la humanidad.
Los profetas Oseas y
Ezequiel, sobre todo, han descrito esta pasión de Dios por su pueblo con
imágenes eróticas audaces. La relación de Dios con Israel es ilustrada con la
metáfora del noviazgo y del matrimonio; (…).
Y sigue diciendo:
«[El amor de Dios] se da del
todo gratuitamente, sin ningún mérito anterior, sino también porque es amor que
perdona. Oseas, de modo particular, nos muestra la dimensión del agapé en el
amor de Dios por el hombre, que va mucho más allá de la gratuidad. Israel ha
cometido «adulterio», ha roto la Alianza; Dios debería juzgarlo y repudiarlo.
Pero precisamente en esto se revela que Dios es Dios y no hombre: «¿Cómo voy a
dejarte, Efraím, cómo entregarte, Israel?... Se me revuelve el corazón, se me
conmueven las entrañas. No cederé al ardor de mi cólera, no volveré a destruir
a Efraím; que yo soy Dios y no hombre, santo en medio de ti» (Os 11, 8-9). El
amor apasionado de Dios por su pueblo, por el hombre, es a la vez un amor que perdona.
Un amor tan grande que pone a Dios contra sí mismo, su amor contra su justicia.
El cristiano ve perfilarse ya en esto, veladamente, el misterio de la Cruz:
Dios ama tanto al hombre que, haciéndose hombre él mismo, lo acompaña incluso
en la muerte y, de este modo, reconcilia la justicia y el amor. (…)
Dios es en absoluto la
fuente originaria de cada ser; pero este principio creativo de todas las cosas
—el Logos, la razón primordial— es al mismo tiempo un amante con toda la pasión
de un verdadero amor. (…) Por eso podemos comprender que la recepción del
Cantar de los Cantares en el canon de la Sagrada Escritura se haya justificado
muy pronto, porque el sentido de sus cantos de amor describe en el fondo la
relación de Dios con el hombre y del hombre con Dios.».
La famosa caracterización del
amor con la enumeración de sus rasgos definitorios, que se lee en casi todas
las misas de bodas («Ambicionad los carismas mejores…», es la primera carta del
Apóstol San Pablo a los Corintios, 1 Co 12, 31-13, 8a, a la que también se
conoce como himno de la Caridad) describe y se refiere al amor que Dios tiene
al hombre. En este punto me parece una maravilla la Carta Encíclica Amoris
Laetitia del Papa Francisco, que, en sus puntos 90 a 117 va desgranando
cada una de las características del amor verdadero. Particularmente me gusta
cuando habla de la paciencia («El amor es paciente. 1Co 13,4»):
«La primera expresión
utilizada es makrothymei. La traducción no es simplemente que «todo lo
soporta», porque esa idea está expresada al final del v. 7. El sentido se toma
de la traducción griega del Antiguo Testamento, donde dice que Dios es «lento a
la ira» (Ex 34, 6; Nm 14, 18). Se muestra cuando la persona no se deja llevar
por los impulsos y evita agredir. Es una cualidad del Dios de la Alianza que
convoca a su imitación también dentro de la vida familiar. Los textos en los
que Pablo usa este término se deben leer con el trasfondo del Libro de la
Sabiduría (cf. 11, 23; 12, 2.15-18); al mismo tiempo que se alaba la moderación
de Dios para dar espacio al arrepentimiento, se insiste en su poder que se manifiesta
cuando actúa con misericordia. La paciencia de Dios es ejercicio de la misericordia
con el pecador y manifiesta el verdadero poder.»
Como vamos viendo, es precisamente
en la cruz donde «puede contemplarse esta verdad [Dios es amor]. Y a partir de allí
se debe definir ahora qué es el amor». Pero
debemos dar un paso más: «Jesús ha perpetuado su entrega mediante la institución
de la Eucaristía en la Última Cena». Aunque el
tema del sacramento del amor es tan apasionante y extenso que no podemos ni
siquiera esbozarlo, no está de más traer a colación estas palabras de Scott
Hahn, porque nos permitirán enlazar con la segunda parte de este post:
«Fuimos hechos como
criaturas de la tierra, pero fuimos hechos para el cielo, nada menos. Fuimos
hechos en el tiempo, como Adán y Eva, pero no para permanecer en un paraíso
terrenal, sino para ser llevados a la vida eterna de Dios mismo. Ahora, el
cielo ha sido desvelado para nosotros con la muerte y resurrección de
Jesucristo. Ahora se da la Comunión para la que Dios nos ha creado. Ahora, el
cielo toca tierra y te espera. Jesucristo mismo te dice: «mira, estoy a la
puerta y llamo; si alguno escucha mi voz y abre la puerta, entraré a él y
comeré con él y él conmigo» (Apoc 3,20).».